Presentación de Sol de patio en el Fondo Nacional de las Artes,
el 6 de octubre de 2000

“Sin piolín no hay barrilete...”. Este libro tiene mucho piolín y su autor lo sabe manejar. Él mismo lo explica:

                                                   Es todo un arte,
                                                   de mago y duende
                                                   crear la vida
                                                   con un piolín,
                                                   como los pibes
                                                   de acá a la vuelta
                                                   que hacen milagros
                                                   con un piolín,
                                                   y con los cables
                                                   y con las ruedas,
                                                   con tres piedritas
                                                   y una lombriz.

     Sol de patio gira en torno a las fantasías de un chico que creció en un barrio, Lomas del Mirador, idealizado en el recuerdo. Toda la novela se organiza en torno a los textos escritos por este chico. Resulta obvio, entonces, que la obra carezca de pretensiones rimbombantes y esta carencia, en esta época cruzada en todas direcciones por una desbocada necesidad de impactar a toda costa, es uno de sus mayores méritos. Sus páginas refrescan como un tranquilo paseo por un jardincito antiguo.

    Claro que la sencillez es algo difícil de lograr. A menudo se confunde con ñoñería, con sentimentalismo. De esto, nada. A veces puede parecer que el libro insiste en la perogrullada, y si esto es así, tiene su razón de ser: es para destacar un hallazgo, una observación visible sólo ante la mirada virgen de un chico, que los ojos turbios de muchos adultos no alcanzan a percibir. Esta frescura, que parece espontaneidad, es oficio. Es artesanía. Y ¿por qué no?, es arte.

     La evocación suele ser nostalgiosa, lastimera. Aquí no hay nada de eso. Aquí está el barrio con sus alegrías y sus dificultades, incluso con sus carencias vecinas de la pobreza, pero también, con sus ganas de salir adelante; aquí está la infancia transparente, limpia, honesta. Al leer Sol de patio uno siente que puede hacerse amigo de quien lo escribe. Quien lo escribe es un buen tipo, no hay dudas.

     Martino juega con la prosa y a veces, como en el capítulo “Arquitectura moderna”, le hace una broma al lector, por ejemplo, cuando escribe “halma”, “alasena” y otras faltas de ortografía. Pero es un chiste, es una composición escolar, como se aclara en el capítulo siguiente. Al niño que se equivocó en la ortografía lo mandaron a copiar diez veces cada palabra en la forma correcta. La misma penitencia deberían cumplir algunos periodistas actuales que destrozan el idioma, ante la ausencia, justificada por razones de ajuste, de los correctores de los periódicos.
Sin la menor afectación, la prosa de Martino puede levantar vuelo poético: como cuando dice: “Lo veo con tanta cuerda como a mi abuelo que nació en la playa y se copió de las olas.”

     El diccionario que va redactando el niño protagonista es encantador. Clasifica las palabras según su punto de vista, a partir de la más categórica sensatez. Encontramos el ítem de “palabras que usa mi papa”, el de “palabras de autos”, el de “palabras que buscamos en los diccionarios, cuyo significado nos decepciona o no figura (sigue una lista de palabras condenadas por las buenas costumbres aunque todos las usemos a diario), el de las “palabras de autos que también son de animales y plantas”, gato, árbol, burro, cigüeñal, mariposa, etcétera. El de “palabras por zonas”, etcétera. De la misma manera, la reflexión sobre el aprendizaje de los colores es una muestra de candidez e ingenio.

     Es innegable que esta prosa, llena de ternura y asombro, no solo divierte, también emociona. Los capítulos dedicados al amigo enfermo, y la canción que le dedican, conmueven en lo más hondo. Además, implícitamente, son un estímulo para ejercitar la libertad de pensamiento.

     Sin lugar a dudas, es un homenaje a la tradicional escuela pública argentina, ésa que ahora se debate entre toda clase de obstáculos y sin embargo resiste. Es un homenaje a la Argentina anterior a la globalización, a la mezquindad del consumismo, que entonces se limitaba a anuncios publicitarios como los del Negro Brizuela Méndez, a la angurria de dinero, a la voracidad del poder, mientras la lujuria, que ahora campea de la mañana a la noche, blanqueada ya de toda connotación de pecado, estaba representada por la inolvidable opulencia de Isabel Sarli, que se presentó en la fiesta escolar capitaneada por Alejandro y sus compañeros.

     Este libro nos remite a una historia ahora casi olvidada que fue hasta hace muy poco el marco de las vidas de miles de argentinos. No se ocupa de los grandes mitos, no quiere ser simbólico; en cambio, se detiene en las anécdotas menudas que día a día van tejiendo nuestras vidas con una trama que nunca se podrá deshacer, aunque se la vista con galas o se la desfigure con oropeles o disfraces.

     No evoca al Buenos Ares tanguero ni al arrabal amargo, no visita las miserias de los marginados ni revuelve los escondites del hampa, colindantes con el barrio tranquilo que describe, no: su pintura de las Lomas del Mirador, lo mismo que su visión de Mar del Plata, nos muestra postales de paisajes ordinarios pero al mismo tiempo nobles, que hasta hace poco se hallaban en nuestras ciudades, algo que la velocidad y el ruido del nuevo siglo carcomen, pulverizan: el barrio, sus gentes, “la dulce calle de arrabal”, como decía Borges en una primera versión de un poema, línea borrada en su última versión.

     ¿Y cómo rescata Alejandro Martino ese rincón que guarda, como dice Borges, nuestra entraña?
Lo hace con la delicada técnica de exhumar y conservar las voces simples y cotidianas. Ellas son la fuente que nos permite refrescarnos, como en una clara vertiente, con certeras expresiones acuñadas por nuestros abuelos y padres, o por nosotros mismos, y que corren peligro de desaparecer en los desvanes del olvido. Es posible que algunos jóvenes actuales no entiendan algunas de las frases aquí usadas, tan tupida es la velocidad del cambio (de la misma manera que la gente de mi edad no entiende a menudo las jergas al uso). La dinámica incesante de la lengua desgasta por un lado mientras acuña por otro, y la combinación continua de sonido y significado da lugar a voces que alguna vez sonaron como aciertos y ahora están a punto de desaparecer en el depósito de los trastos inútiles.

     Hay escritores con fino oído para rescatar el habla popular. Por ejemplo, Fray Mocho, Roberto Payró, Roberto Arlt, Jorge Luis Borges, Julio Cortazar, Marco Denevi, María Elena Walsh, entre otros. A esa lista habría que agregar el nombre Alejandro Martino. Su libro está hecho de palabras elementales, simples, ajenas a los cultismos y los artificios. En este libro abunda esa pieza de madera especial que se denomina alma, “sin el alma el contrabajo no suena”, (dice Martino) esa “alma”, que fue vestida en el principio por el autor niño con una hache. Llega un momento, al leer estas páginas, que esa “alma”, el palo que se pone entre las dos tapas de un instrumento de cuerda para que se mantengan a igual distancia, eso que subrepticiamente se va identificando con el alma del barrio; del latín ánima, soplo, vida, término usualmente silenciado en la prosa posmoderna.

     Con motivo de la visita de Isabel Sarli a su escuela, el niño Alejandro Martino se permite ahondar en sus incursiones lexicográficas y aventura una definición del adjetivo “despampanante”, no a partir de la palabra pámpano, sino de la palabra “pampa”. La definición que no tiene desperdicio, dice así: “Despampanante: esta palabra hace referencia a perder los estribos, extraviar el rumbo, dejar de tener los pies sobre la tierra. La pampa es la tierra que pisamos. El prefijo “des” significa que la perdemos y nuestros pies quedan en el aire o en el espacio, como el caso del astronauta soviético que dio su paseo espacial no sólo con los pies fuera de su pampa —la Rusia— sino con los pies fuera de su nave, atado a un cordón umbilical electrónico. El término se utiliza sobre todo para describir el efecto que produce en otras personas el estado físico de algunas señoras”.

     Definición que expresa mucho más sobre el estado de ánimo (insisto sobre eso que no se sabe que es pero se siente), el “alma”, (signifique lo que signifique esta palabra), de un chico que está descubriendo el mundo y sus alrededores en la década del sesenta, que un test psicológico con pretensiones científicas.

     Las palabras, además de nombrar o describir, tienen poderes menos manifiestos pero no por eso menos efectivos: emocionan, cautivan, engañan, fascinan. Alejandro cayó en sus redes desde chiquito. Prueba fehaciente de ello es su última composición, la que le valió el premio de la Editorial Estrada. El vientito cortazariano que sopla en esas páginas nos empuja a un juego entre mágico y cotidiano con las cosas que viven en un patio de una casa de baja clase media en un barrio cualquiera de Buenos Aires. Es un regalo y como tal lo debemos agradecer.
Yo diría que este libro de Alejandro Martino más que evocar melancólicamente, invoca con alegría y vitalidad, da nueva vida, resucita entrañables personajes que poblaron nuestra infancia.

     Me voy a permitir leerles un poema que seguramente todos conocen y que, con su sello ya inconfundible, a pasar de ser una composición de juventud, con su sobriedad y contenida nostalgia, se ocupa del mismo tema que Sol de patio.

     Es Las calles de “Fervor de Buenos Aires”:

Las calles de Buenos Aires
ya son mi entraña

     (En su primera versión, Borges había escrito. “ya son entraña de mi alma”, línea que fue corregida por él en su última versión. Como ven, hay palabras que dejan de tener prestigio trascendente y se convierten en adornos cursis). Vuelvo a la versión definitiva:

Las calles de Buenos Aires
ya son mi entraña.
No las ávidas calles,
incómodas de turba y ajetreo,
sino las calles desganadas del barrio,
casi invisibles de habituales,
enternecidas de penumbra y de ocaso
y aquellas más afuera
ajenas de árboles piadosos
donde austeras casitas apenas se aventuran,
abrumadas por inmortales distancias,
a perderse en la honda visión
de cielo y de llanura.
Son para el solitario una promesa
porque millares de almas singulares las pueblan,
únicas entre Dios y el tiempo
y sin dudas preciosas.
Hacia el Oeste, el Norte y el Sur
se han desplegado –y son también la patria– las calles.
ojalá en los versos que trazo
estén esas banderas.

                                                        

© Martha Mercader