Sol de patio
de Alejandro Martino

Composición tema: “El incendio”

 

Yo fui el primero que vio el humo. Estaba volando en la cresta de una ola gigante y vi, para el lado del centro, una columna negra y altísima. Barrené hasta la orilla, salí corriendo del agua y, ya entre la gente, percibí sus nervios. Mi papá le preguntó a un señor que tenía una radio espica con estuche de cuero qué pasaba, en el mismo momento que yo venía con la noticia del humo negro. “Se está incendiando el Club Mar del Plata.” Mi mamá me secó con un toallón, me gusta secarme con el sol pero había que salir rápido de la playa por el incendio. No entendí por qué. Nos metimos, aún mojados, en la cupé que estaba estacionada a pleno sol y que quemaba como la arena del mediodía. No habló nadie pero se notó que mis padres estaban muy preocupados. Lo único que dijo mi mamá antes de llegar a la casa de la calle Salta fue “papá debe estar metiendo sus narices en el incendio”. Llegamos. Mi abuela y mis tías estaban muy preocupadas en la vereda. “Tengo miedo por Juan” dijo bajito mi abuela. Bajaron mis hermanas y todos querían que yo me quedara, pero di un categórico “voy con ustedes”. Me llevaron. La cupé rajó como nunca y mi papá la dejó mal estacionada en una esquina donde la policía ya no permitía el paso de los coches. Dos cuadras más adelante —por la avenida Luro en bajada— se veía la silueta del club, las llamas y el humo contra el fondo verde esmeralda y verde petróleo del mar. Una cuadra antes de llegar vi la cabeza pelada de mi abuelo y se lo señalé a mi mamá. Ella se detuvo porque se le aflojaron las piernas. Mi papá le dijo “¿viste Perla que no pasó nada?” y la ayudó a sentarse en el umbral de una casa. Se juntó gente a ver qué pasaba con mi mamá y ella nos dijo “estoy bien, gracias a Dios, vayan a buscarlo”. Mi papá me tomó de la mano y fuimos corriendo hasta que nos detuvo una multitud de curiosos y tuvimos que avanzar mucho más lentamente pidiendo permiso. De golpe nos encontramos con un cordón hecho por policías y bomberos que no dejaban pasar a nadie. A tres metros del cordón para el lado del incendio, solo, muy cerca del peligro, estaba mi abuelo. Lo veíamos de espaldas, inmóvil. Yo le grité ¡abuelo!, ¡abuelo!, pero había tanto ruido que no me oyó. “Llegó mucho antes que nosotros —le dijo un policía a mi papá—, no pudimos hacerlo retroceder. De todas maneras hasta ahí no van a llegar los escombros cuando se derrumbe.” Mi papá le preguntó “¿se va a derrumbar?”. El policía respondió “no se sabe, adentro ya casi no queda nada de la estructura”. Me zafé de la mano de mi papá y corrí hasta el abuelo, le tiré de la camisa y le di la mano. Sentí que me la apretaba demasiado, más que nunca, me pareció que se tomaba de mí. Me miró con la cara enrojecida y mojada. Le dije “Abuelo ¿estás llorando?”. Me dijo “no, es el humo”. Le pedí que me suba a babucha, no para ver mejor el incendio porque me daba miedo, se lo pedí porque quería tener la cabeza dorada de mi abuelo entre mis brazos, mis piernas y todo mi cuerpo. Me subió sin decir upalalá, ni arriba, ni nada. Yo quería abrazarle la cabezota de unicornio y se lo dije así: “mirá las llamas del primer piso, abuelo, se parecen al unicornio”. Mi abuelo no me contestó, probablemente el humo le cerrara la garganta. Le toqué la nuez y me agarré fuerte del mentón. Lo abracé, lo abracé. El rojo intenso y el calor me hicieron temblar. Sentí que las manos se me mojaban y le dije “estás llorando”, él me respondió que sí. Después agregó con esfuerzo “Hoy no veo al unicornio, Ale, no lo veo. Tampoco siento olor a quemado... mi nariz busca el perfume de la mirra y mi ánimo las formas del ave fénix. Ayudáme a encontrarlos.”

 

© Alejandro Martino