Bravía
de Alejandro Martino

Sueño o elegía

(2905) En Añatuya, su pueblo y el mío*, mi padre agoniza. Inmóvil en el mismo lecho donde vio la luz, ahora replegada, yace mi padre pero no descansa. Paredes de adobe, piso de tierra, techo de paja.
              Desando por verlo un recorrido infinito. A cada paso el sendero se turbia en encrucijadas. Lechuzas ojudas, baqueanos perdidos, señales robadas.
              Y yerro el camino. No acierto a encontrarlo. Me asiste la angustia de nunca llegar. En carros que vuelan, en barcos de cielo, camino en el mar.
              Gasto un tiempo indecible pero llego. Llego. Al borde de la noche (el Tuchi ladra a lo lejos) salto la tranquera (¿por qué no vendrá?). Expuesto su pecho frágil sobre la parra del patio llora una urpila. Horcones de palo, desconches del tiempo. Corro la cortina.    (2915)
              —Hace meses que no habla —me dice mi madre con penas de luna en vela.
              —¿Cómo ándas? ¿Cómo has estado? —me abraza Raquel.
              Rodean a mi padre la penumbra y muchas personas que una a una se retiran y nos dejan solos. El hombre está tieso. Me quito la escarcha. Me siento en el suelo.
              Apoyo la cabeza en su hombro, aun fuerte, y reposo. Quisiera volverme río. Sentirme curso, torrente. Seco mi lecho de olvido vuelvo a nacer de tu fuente.
              —En ese cajón hay algo para vos.    (2925)
              Lo dice y se abisma. Desvaría (pienso) y me alegro con esa tonta alegría de percibir progresos en meros reflejos de los enfermos. Imagino que mejorará. La imaginación también puede forzarse.
              —¿Te gusta? —murmura al rato.
              —Si, padre, me gusta —respondo para aliviarlo.    (2930)
              —Lo he tallado para vos.
              —Gracias, padre, gracias.
              —¿Estás triste?
              —No. Estoy muy contento de verte.
              Ambos quedamos suspendidos. Me despierta un movimiento de su brazo y un gesto. Quiere decir algo pero no puede. Acerco mi oído a sus labios resecos:
              —Quinino ¿por qué la distancia?
              Seguirán, poco más tarde, los gritos y el llanto de todos.
              Conservaré para mí lo sucedido.    (2940)
              En el cementerio, luego de cubrirlo con tierra salitrosa, mi madre me entregará un paquete largo.
              —Moncho ha querido que recibas esto... trabajó durante años, luego ha callado hasta enfermar.
              Abriré el paquete y veré la tastiera. Una tastiera de violonchelo tallada en quebracho.
              ¡Padre!

 

* Paráfrasis de un verso de Miguel Hernández.



© Alejandro Martino