Veinticinco variaciones sobre un tema de Augusto Monterroso
Relatos musicales

de Alejandro Martino

Pequeña iniciación

 

     En una habitación con mucha madera y caña, alfombra, colores pastel, la iluminación natural acentúa la calidez del departamento. Afuera y abajo —diez pisos— el tránsito de la avenida murmura un sonido de fondo. Hay una cama de dos plazas pero sólo una persona ondula la superficie de las sábanas. Es pleno diciembre en Buenos Aires y hace mucho calor, hay humedad. Hay también el clima inaugural de un nuevo día. Serán las ocho de la mañana. De una sola mirada se contempla el dormitorio completo, un pequeño pasillo y una parte del baño.

     En la alfombra, a contrapelo, algo o alguien dibujó una huella. Pudo ser la rueda de un cochecito de bebé enganchada con un alambre —como juego del pasado— o el grafismo trazado por el índice de un gigante enamorado, lerdo y juguetón.

     Hay movimiento en la cama. Se descubre una pierna y una cabellera. Es una mujer.
Una leve vibración conduce la mirada hacia una mesita ratona de vidrio. Fue movida por lo que deja la huella. El tenue movimiento hizo sonar dos figuritas de cristal entrechocándose.

     Debajo de la mesita se la ve por primera vez: es una víbora.
Una forma de dos metros de largo y tres colores otoñales no contrastantes con el ambiente.

     La mujer se despierta y se levanta. Pisa a veinte centímetros de la cabeza de la víbora que no la pica. Uno siente ya la mordedura en carne propia pero la víbora no ataca.
La mujer es joven y está desnuda, no se mueve del lugar.

     Deja que los rayos de sol que vencieron la persiana le corten la figura en rodajas paralelas, horizontales, tibias. Se refriega los ojos, se los acaricia, se acaricia el cuello, gira la cabeza y se acaricia los hombros, se rasca suavemente la espalda.

     Ambas hembras se mueven en distinta dirección, la víbora se pierde bajo la cama, la otra va al baño, abre la lluvia y regresa un poco salpicada.

     Se encuentran en el espacio libre que dejan los muebles. La mujer se pone en cuclillas y la víbora levanta la cola como un gato. No la pica.

     La mujer —llamémosla Eva— se acuesta en la alfombra como para tomar sol.

     La víbora —llamémosla Bora— se aleja. Todo es moroso, muy moroso.

     Hay una FM que se invita sola y entra por las paredes medianeras. Alguien, lejano, grita una orden y la FM se retira.

     Bora va hacia Eva. Eva, como una ve, abre las piernas. La víbora ve el triángulo. Eva y sus ansias la llaman a ella.

     Punta de flecha apunta. Avanza, arrastra la panza blanca.

     Eva llora. Su parte niña le teme al trance y llora mientras Bora la precisa.

     De repente la piel es caliente, la de Eva, y la de Bora condensa la humedad que se evapora. Eva ya no llora, se prorroga en cada instante hasta horas y zambulle en vertical toda su entrega.

     Bora llega. Profundiza. Eva ya no piensa, siente a Bora como trenzas. Son tres tonos en el lazo: por el sí, por el no y por si acaso.

     Cuando el no del padre se derrite, siente sí y lo permite. Pero Bora ahora la traiciona. No se atreve, duda, se detiene. Eva llora.

     ¿Qué es silencio? No lo sabe. Todo es grito.

     ¿Qué es razón? La que ha perdido.

     ¿Y el placer? Una vislumbre. Porque la pluma que devino mármol hizo de Bora un forajido.

     La furia gana a Eva.

     Abre la trenza por la lengua, rompe el nudo y la desteje. Los tres colores de Bora sueltos en el piso, vuelven a ser sombras (males de mentas del ancestral pago): brujas, viudas, su alma mula y el petiso.

     El sortilegio de la entrega se ha perdido.

     Las campanas rotas no sonaron.

     Eva es Eva y en el piso no, no y no desparramados.

 

© Alejandro Martino