Veinticinco variaciones sobre un tema de Augusto Monterroso Relatos musicales de Alejandro Martino El abrazo de Buenos Aires
Carlos Gardel no murió en el accidente de Medellín. Fue socorrido por un grupo de admiradores suyos que llegaron a su cuerpo mucho antes que los bomberos y la policía. Lo retiraron del aeropuerto amparados por el caos producido y movidos por esa pasión irracional que provocan los fanatismos. Por apropiarse de algo perteneciente al ídolo, se cargaron nada menos que con su cuerpo desvalido. Por entonces estos términos no eran tan cotidianos pero hoy diríamos que se trató de un secuestro, de una privación ilegítima de la libertad. Carlos Gardel tenía la cara cortada, no quemada. Fractura del fémur derecho y doble fractura del peroné izquierdo. Traumatismo de cráneo sin herida cruenta de cuero cabelludo. Fragmentos de aluminio habían producido cortes en todo su cuerpo. No podía gritar ni quejarse, estaba mudo, con los ojos angustiosamente abiertos. Frío y tieso con excepción del puño izquierdo que se abría y se cerraba intermitentemente. La ropa intacta, salvo multitud de pequeños cortes como producidos por hojas de afeitar. Por momentos morado y por momentos níveo, estaba totalmente despeinado. Carlos Gardel permaneció en estado de coma durante tres meses, oscilando entre diversos grados. Durante ese tiempo sus admiradores también oscilaron entre sentirse héroes o miserables, Gardel ya no cantaba y le temían a la policía. Sólo uno de ellos visitaba algún fin de semana a la india chibcha —sola con cuatro hijos— a la que le pagaron por cuidar el despojo. Retornó a la salud porque así debió ser, no recibió los cuidados médicos aconsejables para su gravedad. Como todo tratamiento fue encomendado a Eu, dios del sueño, pero una mañana dos de los niños lo vieron sentarse en la cama y llamaron a la madre. Ella le dijo: —Si está bien, váyase. Carlos Gardel tardó otros dos meses en poder irse y lo hizo sin que sus admiradores ni la india lo supieran. De noche y subrepticiamente dejó la choza. Mendigó y permaneció en las cercanías de los poblados. Ya no cantaría —de hecho su voz se empequeñeció y aunque muy bella parecía la de una mujer—; ya no regresaría; para el mundo habría muerto. Éstas fueron sus tres decisiones definitivas. Comenzó a sentir nostalgia y se le apareció la figura de su amigo de Nueva York, el pibe que tocaba el bandoneón, Astor Piazzolla. La madre del niño no accedió al pedido de Gardel de dejarlo seguir la gira con él por lo que la maldijo largamente, de la misma forma que ahora —habida cuenta del destino— la bendecía. Quiso llegar a Astor y con los años pudo lograrlo. Se le acercó en una calle del Bronx pero sus heridas faciales le produjeron tal rechazo que se alejó corriendo. Quiso llegar a Astor y con los años pudo lograrlo. Se sentó en su mesa en un café de París. Piazzolla lloraba solo tapándose la cara con sus manos. Carlos le dijo no te asustes, muchacho, sentíme tu amigo, soy de Buenos Aires. Entre las lágrimas y su propio dolor, esta vez, las cicatrices no le hicieron mella. Astor le dijo soledad, le dijo decepción, le dijo traición de sus hermanos y Carlos le dijo fuerza, le dijo siga, le dijo vamos. El día anterior la profesora Nadia Boulanger dejó traslucir su indiferencia. Como compositor de música erudita el talentoso argentino no hacía más que repetir ideas ya oídas. Esto fue lo que Piazzolla le contó a Gardel, agregando que poco antes de dejar Buenos Aires con rumbo a París había mandado todo al demonio. Puteó al bandoneón y al tango defenestrándolos públicamente. A sus dos instrumentos les dio este tratamiento, uno voló por sobre la baranda del Puente Viejo del Riachuelo con destino al fondo podrido y el otro quedó encerrado con llave para siempre en el estuche. No se atrevió a decir suicidio. Gardel con un susurro le dijo mostrále tus tangos. Piazzolla tardó en captar. Tan angustiado estaba que no reparó en lo extraño de la situación, un desconocido desfigurado se sienta en su mesa, consuela su dolor con voz de mujer y a los pocos minutos lo aconseja como un padre. —Mostrále tus tangos a la profesora. Piazzolla abandonó el café abruptamente, caminó para pensar, cosa que no pudo hacer. No durmió. No pasó por su habitación para retirar sus trabajos. Fue directo a la clase. Se saludaron. Astor se sentó al piano, la maestra ofreció té y cuando la escuchó trajinar en la cocina tocó Triunfal haciéndose el distraído, como por arriba de las notas. Nadia regresó con el té y, también al pasar, le dijo que lo que tocó era muy bello. Quiso conocer quién era el compositor y no se extrañó al saber que se trataba del propio Astor. Pidió más, Astor tocó más. Categórica y como su mejor lección le dijo: —Usted es sus tangos. Se puso de pie y se dirigió a la puerta dando por terminada la clase (ésa y las venideras), tomó un sobre de una mesita y entregándoselo dijo lo dejaron para usted. Astor la abrazó, puso el sobre en el bolsillo del abrigo y bajó volando las escaleras. Afuera había sol y había futuro. Se premió con un almuerzo en un restaurante italiano, gastaría sus pocos francos. En el momento de pagar se encontró con el sobre en el bolsillo. Decía: “Todo lo que había por cantar en el tango ya se cantó. Ahora es la hora de los instrumentos.” Firmado: Carlos. Astor regresó a Buenos Aires y formó el Octeto, el repertorio completo fue escrito por él en unos pocos días plenos entre la clase y el avión. Gardel quiso llegar a Astor y con los años siguió lográndolo. Vio su éxito muy de cerca desde plateas y palcos de los teatros del mundo. En una oportunidad quiso comunicarse más personalmente y le envió al camarín un sobre pequeño que decía: “Sigo cantando en tus tangos”. Carlos. Nunca más se le acercó porque no hizo falta. Los años no le quitaron los cabellos, sí su tonalidad oscura. Mientras que la piel, como un pergamino, tomó el color asoleado de los criollos de su tierra. Cuando sucedió el accidente cardio-cerebral de Astor en París, él estaba muy viejo, reducido y en silla de ruedas, quiso verlo pero no pudo levantarse de la cama. Los allegados a Piazzolla decidieron que regresara a Buenos Aires, pese a su estado. Gardel rompió su decisión de nunca más volver y sólo por abrazarlo se hizo traer en avión con silla y todo. El viernes 3 de julio de 1992, Laura Escalada se retiró para descansar y en la habitación de la clínica quedamos al cuidado de Astor, Marcelo Nisinman y yo. —El señor quiere saludarlo. Nos sorprendimos pero no atinamos a preguntar nada, el joven salió y regresó empujando un sillón de ruedas con un hombre diminuto, ajado, con un casco tupido de cabellos blancos, casi en posición fetal. Sin que mediara palabra los dejamos solos. Marcelo y yo miramos desde la puerta preguntándonos quién sería. El joven fue a un rincón del pasillo a tomar agua de un bebedero. Escuchamos una voz femenina cantando, como un ángel, la melodía de Revirado, luego continuó con Adiós Nonino, Camorra II y Triunfal. Cantó sin detenerse pero con todo el tiempo del mundo. Astor, que no hablaba desde hacía meses, usaba una tablita con unas pocas palabras escritas para comunicarse. Marcó con un dedo el código SI, luego lentamente lo llevó al código GRACIAS. Gardel le puso sobre la tabla un papelito que decía: —Te manda saludos Gardel. Piazzolla marcó GRACIAS, luego lo deslizó suavemente al código JA, JA. Con esfuerzo Gardel le puso sobre la tabla otro papelito que decía: —Un abrazo Gato loco. Piazzolla marcó GRACIAS. Primero imperceptiblemente, luego con claridad y por último con un vigor inesperado Astor abría y cerraba su puño izquierdo. Una tenue brisa descorrió el postigo de la ventana. El atardecer rojo metió sus rayos horizontales en el cuarto disolviendo la penumbra. Y en ese fugaz instante la escena quedó envuelta por miles de partículas de oro bailarinas que —como ellos— fueron mucho más que polvo.
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