Música y repetición
Cinco pequeños fragmentos

por Alejandro Martino

En la revista La docta ignorancia, número 4.

Traeré a estas páginas algunas repeticiones que de tan cercanas se han vuelto invisibles:

arriba-abajo-arriba-abajo-arriba-abajo-arriba-abajo
fuerte-débil-fuerte-débil-fuerte-débil
tira-empuja-tira-empuja-tira-empuja
tic-tac-tic-tac-tic-tac-tic-tac-tic-tac
tomar-dar-tomar-dar-tomar-dar-tomar-dar
inspirar-exhalar-inspirar-exhalar-inspirar-exhalar-inspirar-exhalar

       Todas ellas pertenecen a la música, aunque no exclusivamente. Imagino ahora cuántas imágenes acudieron al lector. Doy las mías: el sonido de un reloj o de un metrónomo, la dirección de la mano del director de orquesta en un compás de dos tiempos, los acentos interiores de un tiempo y los de sus subdivisiones, la dirección del arco en los instrumentos de cuerda o del plectro que tañe las cuerdas de una guitarra y dos de las tres fases de la respiración. Suerte de sístole y diástole o de día y noche, son la cuerda de la música, el motor, porque lo son —también— de toda actividad, de toda vida.

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       Recuerdo mi extrañeza cuando oí por primera vez unas canciones rituales de los mataco-chané, gente tan argentina como yo. Me llamó la atención que algo tan antiguo haya podido ser grabado y me resultó muy curiosa cierta forma de emitir la voz. Es decir, como ven, permanecí fuera del mensaje de su música y no pude más que apreciar su superficie. Porque la música exige frecuentación. Sus códigos emocionales sólo se abren a nosotros si la oímos una y otra vez y mejor aún, si su audición se repite a través de los años y —qué mejor— si esa repetición se da en distintas etapas de nuestra propia vida. No es cierto que la música tenga un mensaje inequívoco, más bien todo lo contrario, la música tiene tantos mensajes como oyentes, e incluso tantos como las distintas audiciones que cada uno de ellos haga, pero para percibir su mensaje los oyentes deben estar calificados. Somos ignorantes absolutos para entrar en los secretos de la música ajena. Todo ser humano está capacitado para hacer propia cualquier música del mundo, pero hacerla propia significa frecuentar, vivenciar, profundizar, relacionar. Y esto nos lleva la vida. 

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       Forma y contenido musicales —por pertenecer a un arte en el estado más puro— son indivisibles. Para que exista la forma debe existir la repetición, la vuelta a casa, el volver a oír. Ello descansa. Toda simetría implica orden y toda simetría existe para ser rota. Un fragmento ya oído, al reaparecer, nos da sensación de seguridad, sabemos a qué atenernos. Un fragmento levemente variado pone en juego la música que suena en la memoria con la que suena en tiempo real y esto divierte y emociona. Un fragmento levemente diferente, o igual en su melodía y diferente en su armonía u orquestación —o viceversa— nos enseña la noción de matiz. Claro-oscuro, liviandad-pesadez. Me veo tentado a escribir tristeza-alegría pero no lo hago (o lo hago con esta salvedad): tristeza-alegría, para la música, es como decir blanco-negro. Si escucho sólo blanco-negro no escucho los millones de colores que juegan en ella.

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       Por la hermandad del corazón con los pulmones, respiramos. Latido es oxígeno que fluye. Respiro y late. Late y vibra. Ambos ritmos son pulso y pulso es música en estado mínimo.

       Pongámoslo en palabras. Nuestras corazón y cuore, la francesa cœur, la italiana cuore y la portuguesa coração, son formas romances de la latina cordis. Cordis nombra al órgano (también órgano es instrumento músico) pero cordis, etimológicamente, dice —además— cuerda… cuerda que vibra. El corazón, esa cuerda que vibra. Vibro (vivo) al ritmo de mi cuerda. Cuando aprenda a escuchar su voz sabré mucho más sobre mí. Esto dicho en sentido físico, no sentimental.

       El pulso musical es el latido de base. Sobre su pedestal regular, a la manera de pasos equidistantes —la isocronía— se construye todo el edificio. Sólo podré variar y hacer complejo hasta el infinito el ritmo de las alturas si el pulso, en la base, es firme y claro, sin que ello signifique rigidez. Juan Sebastián Bach construyó su majestuosa e imponente arquitectura apoyándola en un tic-tac.

       Pongámoslo en signos matemáticos. A un pulso cualquiera podemos dividirlo por dos y ya tendré dos sonidos en un tiempo, que a su vez podrán continuar dividiéndose por dos sucesivamente. Así son los compases binarios. Pero a un pulso cualquiera también podré dividirlo por tres (tengo tres sonidos de igual duración en un solo tiempo) en una primera instancia, ya que luego a cada una de esas divisiones sólo le cabe la división por dos. He aquí los compases ternarios. Este principio científico de la música es su repetición más sostenida, reiterada e inquebrantable, pero el arte radica en jugar con ella y no en sufrirla. El ritmo más complejo que existe es simplemente el uso o descarte de ciertos y determinados puntos de esta progresión hacia lo pequeño (o poco duradero), la exaltación de unos y el menosprecio de otros —cuando no— su lisa y llana eliminación. El arte de la música es poner un tres donde todos esperan un dos, o en demostrarnos que un tres sobre un dos no solo es viable sino que puede tener belleza.

       Causa extrañeza que la humanidad, intentando medir el tiempo, tardara tanto en alcanzar la escala cotidiana del segundo y lo hizo casi como una convención. El corazón desde siempre nos lo viene cantando. Cuando estamos despiertos en reposo y relajados, esa es la velocidad del pulso. En cambio, sí supimos pronto que las figuras celestes se mueven a ritmo y pudimos ver en el espacio algo intangible, insípido, invisible e inodoro: el tiempo. La sombra que en la tarde da una pared, Serrat dixit. Los antiguos mirando las estrellas no escuchaban su corazón.

       Por sobre todas las cosas, y debajo o dentro de ellas, reina el pulso.

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       Al cabo, tres repeticiones hartantes: los menos de cien tangos reiterados hasta el cansancio por los medios de comunicación, ocultando un tesoro de decenas de miles que se han creado; la canción de moda —siempre multiplicada— como polución sonora en espacios públicos; la vigencia y acatamiento a ideas falsas sobre el arte.

       Para ilustrar lo mencionado en último término, traeré a estas páginas un dialogo atribuido a Pablo Picasso y a una persona innominada:

       (En una exposición del pintor, una señora mira largamente una de sus obras. El pintor se encuentra cerca. Al percatarse de que ella no lo ha reconocido le pregunta:)
                              
                               —¿Le agrada el cuadro, señora?
                               —Pues sí, hombre, sí… pero no lo entiendo.
                               —¿A la Señora le gustan las ostras?
                               —Claro, claro… Cómo no.
                               —Quisiera decirme qué entiende usted sobre ostras.


© Alejandro Martino